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El Vasco, en la actualidad |
Los hijos pelean, la mujer grita para que uno les ponga atención, porque para eso es el padre, el perro ladra porque tocan la puerta y nadie atiende, de la cocina viene olor a quemado: sin esas incomodidades es imposible escribir un cuento
El templo quedaba en Villa Rosita, frente a las vías del tren, en La Banda. Era una humilde construcción de ladrillos, pero esa noche sería en el patio la reunión, asamblea o comoquiera que llamen a esas tenidas. Allá fuimos con el Pastor, la señora y sus pequeñas hijas. Le había aclarado que yo era católico, no me convertiría por nada del mundo, pero insistió tanto, que al final fui medio obligado. Total, viendo de lejitos nomás, no es pecado, pensé.Unas mujeres que estaban esperando en la entrada del templo y saludaron efusivamente a la señora del Pastor y unos tres o cuatro muchachos también aguaitaban en la puerta, apenas entraron se dedicaron a ubicar las sillas.Le había dicho que iba como amigo nomás, para verlo en acción, como quien observa a alguien en un trabajo del que se siente orgulloso. Quería mostrarme lo que hacía, como si fuera un bañero de mar explicando un rescate en vivo y en directo, un astronauta en un paseo por Cabo Cañaveral, un domador acariciando los tigres.
Fui en la motocicleta que tenía entonces, no llevé cámara de fotos ni grabador ni cuaderno ni lapicera ni ganas de hacer una nota. Además, no sabría después cómo encajarla en el diario, ¿qué iba a poner de título: “Humilde Pastor evangélico celebra una asamblea”? No cabía.
Calculaba que después me quedaría tiempo para salir con Amelia: habíamos quedado en vernos para ir a comer al Vasco y después ver cómo venía la mano o algo, pero mejor “algo”, pensaba yo. Mientras, a la orilla de la vía, el Pastor estaba orando, según me explicó la señora, así Dios le daba fuerzas para hablarnos.
Estuve toda la hora de pie, mirando todo desde el fondo de la asamblea, no quise sentarme, para tener un panorama completo de aquello. En eso vino el Pastor, se puso detrás de la mesa y, después de leer un pasaje del Viejo y el Nuevo Testamento, se dispuso a dar una perorata. Fue subiendo de tono, de a poquito.
Recordaba a Amelia: la vez pasada, cuando me dijo: “Al final te vas a quedar conmigo”. Si esa no era la última vez que la veía, raspando le iba a pasar, pensaba. Ya me estaba pesando tener que llevarla en moto, al día siguiente, hasta su casa, al otro lado de La Banda.
El Pastor había elevado la voz, cada tres o cuatro frases repetía palabras como “hermanos”, “aleluya”, “Gloria a Dios” y todos le respondían obedientes. Al parecer había estado explicando, entrecortadamente y con algunos balbuceos, la diferencia de la Biblia Católica, con la de Casiodoro Reina y Cipriano de Valera que es la que usan ellos, creo, porque capaz que ahora tienen otras, no sé, pero no viene al caso. Estaba entretenido en mis pensamientos, pero recuerdo que habló del diálogo directo con Dios, sin intermediarios, propaganda para convencer católicos,
¿Amelia iría con esa minifalda en la punta del viento como la última vez? “No sé”, dije. El Pastor me había preguntado directamente si creía en los santos. Y era la verdad. Esa noche sucedió algo rarísimo, las mujeres sentadas en la primera fila tenían las manos elevadas al Cielo, decían cosas en voz alta. La señora del Pastor me susurró: “Están orando muy cerca del corazón de Dios”. Cada vez hablaban en voz más alta, casi todas decían cosas inconexas, una de ellas supuestamente en un idioma desconocido. “Ella ora en arameo”, me dijo la señora y la miré admirado de que supiera qué idioma era aquel.
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El Pastor se les acercó, tocó a la primera en la frente con un gran “Gloria a Dios, hermana” y la mujer cayó para atrás. Diga que estaban esos muchachos que la barajaron de las axilas y la dejaron en la silla. Se pusieron detrás de la segunda y se cayó también. Con la tercera miré a la señora del Pastor, pero ella, muy seria, seguía atentamente la ceremonia. Conté cinco, que fueron cayendo prolijamente, desvanecimientos en serie, digamos. Dios organizaba todo desde el Cielo, allá arriba o desde donde sea que estuviera para esa gente, así cuando una se caía, siempre estaban los muchachos detrás, sujetándola a tiempo, ¡qué suerte!
Después todo se fue calmando, lass observé en sus sillas, al parecer ya estaban bien y me alegré por la rapidez con que les pasó el desmayo, el vahído, la baja del azúcar, lo que fuere que les había agarrado.
Cuando terminó todo, luego de acomodar las cosas en la pequeña pieza del templo, volvimos a la casa con el Pastor, ahí cerquita vivía, como a tres cuadras. Adelante iba la señora con las hijas y la suegra. “¿Qué te ha parecido?”, preguntó. “Muy bien”, respondí, qué otra cosa le iba a decir. Me explicó algo así como que los desmayos eran la prueba de la presencia de Dios en la tenida. Le dije que sí también. Luego me invitó a cenar y le recordé que ya le había dicho que no podía, tenía otros compromisos, no va a faltar oportunidad.
Entonces empezó a suceder otra noche de sábado, fui a buscar a Amelia, estaba con un pantalón blanco que le marcaba hasta los pliegues más intrínsecos de la intimidad específica, digamos. Pero no fuimos al Vasco, la vi tan linda que enfilamos directo para casa, qué tanto gregré para decir Gregorio.
Ella no sabía, pero era la última vez que nos veíamos. Había decidido volver al mundo de la buena gente, aunque no sabía para dónde agarrar. Al día siguiente me acordaba de las prolijas mujeres evangélicas, desmayándose una a una, prolijamente puestas en la silla por los muchachos aquellos. Durante mucho tiempo me reí sólo, acordándome del Pastor. “Pero, ¡fijate vos”, me decía y ¡pum!, caía una mujer, ¡pum!, la siguiente, ¡pum!, la otra.
A la mañana siguiente, cuando la llevaba de vuelta a Amelia, le compré dos docenas de empanadas para que no llegase con las manos vacías a la casa. Era domingo y almorzaba con el ex marido la suegra, la cuñada, los chicos, el perro, el gato. Todos.
La dejé en la otra esquina.
Nunca más la vi.
Dicho y hecho, ¿no?
©Juan Manuel Aragón
Nunca más la vi.
Dicho y hecho, ¿no?
©Juan Manuel Aragón
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