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CUENTO Serpiente enloquecida

Imagen de ilustración nomás

Al hombre le gustaba esa mujer pero nunca se había animado a cruzar con ella más que un saludo de ocasión, hasta que coincidieron haciendo fila en el banco y…

Le gustaba. Nunca antes había sentido algo parecido por una mujer, al menos no con una intensidad tan vehemente. La observaba desde las sombras de su inocente timidez, fantasma de un amor tal vez imposible. Por el momento se conformaba con saludarla amablemente por la calle, cuando la veía. Quería al menos tener la oportunidad de tomar un café con ella, observar de primera mano si tenía, aunque fuera, una insignificante posibilidad de llegar a algo. Como se viene anticipando, lo impedía su irremediable apocamiento de solterón viejo y algo raído.
No era un amor oscuro, como el de esos siniestros personajes del cine norteamericano que pasan por la tele, esperando el momento propicio para mandarse alguna macana con la chica, secuestrarla, estrangularla, matarla con una motosierra, someterla a terrores inimaginables, nada que ver. Era más bueno que la lechuga, así que olvídese, algo así no sucedería nunca.
A veces, en los altos desvelos de sus noches, se imaginaba audaz, valiente, venciendo sus temores, deteniéndola por la calle con un motivo cualquiera, entablando una conversación y, finalmente, acordando una cita. Se decía a sí mismo que no era tan difícil. Una vez un amigo había dicho que en esas ocasiones actuaba como si estuviera en una película y él no fuera él sino otro. Entonces era capaz de decir cualquier cosa y hasta le salía alguna zafaduría, total, alguien que no era él estaba hablando. Contó que siempre que usaba ese método tenía el éxito asegurado.
Para dormir pensaba: “La próxima vez, la encaro a como dé lugar, si se me traban las palabras, sigo hablando: soy tímido qué tanto y si se da cuenta, mejor porque será un comienzo de conocimientos mutuos”. Pero la volvía a ver y no se animaba. Ni el amague ensayaba. No sabía si ella se daba cuenta de que la observaba, digamos de manera furtiva, con un dolor incurable en el pecho por la ocasión que sabía perdida de antemano.
Con la única novia que había tenido, ella tomó la iniciativa, un día lo invitó a salir, al siguiente lo llevó a bailar, esa noche lo besó, un sábado a la noche lo llevó a su casa para presentarlo a sus padres, en interminables citas le enseñó las delicadas tramas del amor, sus entresijos, sus alegrías, sus valles, montañas, ríos, lagunas y mares. Y un buen día, con argumentos que había olvidado, lo dejó. Para él fue lo mismo, nunca había estado enamorado, sólo se había dejado llevar. Volvió a estar solo y no le importó demasiado, era su destino y se conformaba.
Esta mujer parecía más normal, digamos, si es que hay un metro patrón que fija la regularidad de la gente. Lo poco que sabía es que era empleada administrativa en un negocio, soltera, de costumbres modestas, vivía sola, siempre yendo de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Tenía una belleza tranquila, casi como para darse vuelta cuando pasaba, siempre bien puesta, arreglada y con una sonrisa maravillosa prendida en los labios, y que desplegaba generosa cada vez que se saludaban.
Un día se dio un hecho fortuito que podría haber cambiado la historia: se dijeron algunas palabras más allá del “buenos días, buenas tardes, buenas noches”, que se obsequiaban cada vez que se cruzaban. Él estaba haciendo fila en el banco y de repente, oyó que alguien protestaba por la lentitud del cajero. Le pareció una voz familiar, se dio vuelta, era ella. De golpe no supo que decir. Luego se recompuso al sentir que tenía una sola bala en la recámara, una única oportunidad de llamar su atención. Y agarró coraje. Supo que aquellos sueños, esas noches de desvelo, al fin podrían terminar en algo más que en insomnes cavilaciones de las tres de la mañana dando vueltas y revueltas en la cama.

Leer más: Tramposa, una narración del derecho y otra del revés, escrita en orden alfabético

La saludó, se pusieron a conversar de asuntos triviales: las colas en los cajeros son lentísimas, la gente no tiene idea de lo que vale el tiempo de los demás, lo que mata es la humedad, el servicio de colectivos es una porquería y nadie dice nada, el Servicio Meteorológico no anuncia lluvia, hasta cuándo va a seguir este tiempo, qué barbaridad. Mientras, le parecía que la hilera de gente frente al cajero, como una serpiente enloquecida, había empezado a moverse a mil kilómetros por hora. Cuando le llegó el turno, pagó la cuenta que había ido a saldar y cuando se iba, mientras metía la plata en el bolsillo sin contarla, miró hacia donde estaba ella, que se encaminaba a la caja y la saludó levemente, como siempre que se veían por la calle. Ella le devolvió el saludo con su luminosa sonrisa.
Demoró treinta segundos sin saber si esperarla fuera del banco y pedirle que fueran a tomar un café o mandarse a mudar. En un larguísimo suspiro dudó: ¿cómo decirle que quería seguir la conversación en otra parte porque le había parecido interesante su manera de ser y le gustaría continuar con la charla?
Lo pensó mejor, decidió dejar las cosas como estaban porque, aunque tomaran mil cafés, ella nunca, jamás, aunque vivieran mil vidas de nuevo, iba a pensar en tener algo con él. Era demasiado hermosa —le parecía— para alguien tan gris y sin relieves como él.
Se mandó a mudar con las manos en los bolsillos, tratando de recordar su pelo, sus ojos, la manera en que movía las manos. Sabía que, desde esa noche, muchas veces se despertaría repitiendo palabra por palabra, aquella conversación en la fila.
Ella salió del banco algo apurada, y mientras metía un papel en la cartera, lo buscó con la mirada. Vio que rumbeaba por la 24 de septiembre rumbo a la plaza. Pensó: “Ya se debe hablar olvidado, no me registra”. Y rumbeó para el otro lado, como yendo para La Merced.
©Juan Manuel Aragón
A 29 de septiembre del 2023, en Tapso; viendo volver la majada

Comentarios

  1. Gracias por mandar tus historias , las leo todas las mañanas cuando tomo el subte devajuramento a Catedral, sin darme cuenta leyendote me vuela el tiempo..gracias!!

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