Parque Aguirre de día |
Oiga, con qué necesidad quienes se aman en el parque Aguirre escriben sus nombres en los pobres árboles que les dan cobijo
Un muchacho ama a una chica, va al parque Aguirre, pela un cortaplumas, en un eucalipto escribe “Ramón y Mariela”, los enmarca con un corazón y quizás una flecha traspasándolo. Otro muchacho hace lo mismo. Tal vez una chica se anima a esa, digamos, “intervención urbana salvaje sobre naturaleza viva”, por llamarla de alguna manera.Se pregunta uno, que no sabe mucho del asunto, si no será una forma de dar a conocer al universo el amor que alguien profesa por otra persona. Y viceversa. O dejar constancia, quizás, de que en las cercanías y amparada en la cómplice oscuridad, en un momento de desesperado deseo, una pareja dio rienda suelta a sus ansias de desfogarse íntimamente.Los buenos escritores saben que sus textos vivirán después de que se mueran, estarán presentes en conversaciones, discusiones, ponencias, estudios, declaraciones, manuales, resúmenes, congresos, quizás cuando hayan pasado más de cien años después de su muerte. Sus libros ejercerán influencia en cientos de miles de personas que seguirán sus enseñanzas, se deleitarán con sus poemas, gozarán sus cuentos, se deleitarán con sus novelas, pensarán en sus ensayos, debatirán sus ideas.Es la magia de escribir —dicen— pues seguirán viviendo después de que sus huesos sean cenizas que ni el viento quiera llevar. Como les pasa a tantos escritores que ya están muertos y sin embargo siguen viviendo en sus obras: de Miguel de Cervantes a Carlos Marx, de Juan Jacobo Rousseau a Jorge Wáshington Ábalos, de Francisco de Quevedo a José Ángel Dos Santos Lara y tantos otros que siguen engordando bibliotecas, despertando nuevas adhesiones, atizando odios, pariendo guerras, resistiendo malinterpretaciones, incendiando ciudades y países.
Debe ser que hay un deseo de eternidad en quienes se dedican a escribir, eso sí, muriéndose de verdad alguna vez, pues vivir para siempre sería un castigo divino difícil de sobrellevar para cualquiera. Más de un escritor vivió lo suficiente como para lamentar sus escritos más celebrados, entre ellos, por citar solamente dos casos, Juan Bautista Alberdi que, luego de conocer a Juan Manuel de Rosas se arrepiente de haberlo combatido con la pluma o Eduardo Galeano, que también deplora “Las venas abiertas de América Latina”, aunque pocos recuerden ese pequeño gran detalle de su biografía.
En un ejercicio de memoria contrafáctica, si se quitara el parque Aguirre del mapa de Santiago, sería posible imaginar una provincia con menos gente, dado que casi desde sus mismos comienzos, fue una “Villa Cariño”, repleta de oscuridades sospechosas, vericuetos impensadamente escondidos y copas de árboles bajo cuya sombra nocturna florecieron besos prohibidos, caricias clandestinas y recónditas, celebratorias y festivas maniobras del amor carnal.
¿Puede haber existido el arrepentimiento en los amantes que se daban cita bajo los eucaliptos del parque Aguirre? Claro que sí. Es de sospechar que muchas veces el remordimiento por lo hecho en una noche de ardor, desvergüenza y placer llegó tarde, cuando aquella brincadera, como dicen los peruanos, ya había florecido en una vida nueva. A veces los changos no querían hacerse cargo del crío, otras veces sí, en ocasiones esa noche fue la responsable de formar una nueva familia o de destruir otra o, en fin, tuvo las mil y una consecuencias que trae aparejado el amor.
En la corteza de los eucaliptos del parque, quedaron grabados por mucho tiempo los nombres de “Mariana y Alberto”, que quizás después dejaron de quererse y pasaron a amar lícitamente a otras personas. Algunos se olvidaron por completo de la persona a quien le dedicaron el cartel fabricado a golpes de cortapluma en la corteza de un árbol que no tenía por qué ser dañado por una razón tan insignificante. La otra parte de la relación tal vez nunca supo que le hicieron una dedicatoria tan poco elegante, pues el supuesto novio, un solitario del amor, por nombrarlo de manera refinada, labró su escultura sin el conocimiento de la otra parte.
Borrar esos letreros es casi imposible sin perjudicar aún más las plantas dañadas, tachar el nombre “Roberto”, para sobrescribir “Solano” o “Josefa” para poner encima “Claudia”, sería inoficioso, pues a veces son de parejas tan efímeras como una sola noche sin luna o fruto de un oportuno corte de luz.
Como última solución, cabe entonces pedir a los novios, amantes, matrimonios y chongueríos varios que acuden al parque a desatar sus instintos más primarios, que no hagan daño a los árboles. No destruyan el recuerdo de un acto tan bonito y placentero, afectando la naturaleza. No es una manera efectiva de quedar para la posteridad, no sirve para nada, es algo completamente inoficioso, no surte efectos, nadie tendrá al escribidor de eucaliptos como un moderno Jorge Luis Borges ni muchísimo menos.
De última, piense que no es tan eterno el amor como lo pintan y a veces ni siquiera es tan amor como le han hecho creer.
©Juan Manuel Aragón
En la plaza Libertad, el 6 de septiembre del 2023, sacando punta al lápiz
Será un deseo de eternidad.
ResponderEliminarMuy cierto lo que dice.Pero no solo estan los que en su ignorancia derraman pasiones sobre los árboles sino también su odio con la quema de has.
ResponderEliminarY todavía es peor en la actualidad, cuando el cartel es de Juan y Roberto.
ResponderEliminarPor suerte (para los árboles y gracias a la inutilidad de los tórtolos que antes de cavar una corteza prefieren teclear una pantalla), hoy esas expresiones narcisistas propias de la deficiencia de intelecto que afecta a la sociedad de hoy se ha trasladado a las famosas y lamentables redes sociales, donde la carestía neuronal se manifiesta en todo su esplendor con poses, caras, muecas y actuaciones de bodeville de cuarta.
Pero volviendo a los corazones escritos, tal vez la experiencia más triste y desoladora la tuve en Bolivia, cuando con un programa de desarrollo financiado por la UE nos solicitaron recuperar y proteger las pinturas rupestres de la gruta de Miscerendino, en la chiquitanía santacruceña. Al llegar al lugar, perdido en medio de las serranías me encontré unas maravillosas pinturas en roca, compitiendo con corazones y nombres escritos, con las siglas de una universidad. Ahí supe que ya era tarde para reeducar a una generación.