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1830 ALMANAQUE MUNDIAL Medalla

La Medalla Milagrosa

El 27 de noviembre de 1830, la Virgen María aparece a Catalina Labouré, joven novicia del convento de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl


El 27 de noviembre de 1830, la Virgen María encargó acuñar la medalla de la Milagrosa. Le apareció a santa Catalina Labouré, joven novicia del convento de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl en la rue du Bac 140, París.
La noche del 18 al 19 de julio de 1830, un chico, despertó a la hermana Catalina Labouré, que era novicia en la comunidad de las Hijas de la Caridad de París, y le pidió que fuera a la capilla. Allí, Catalina se reunió con la Virgen María y conversaron durante varias horas. En la conversación María le dijo: “Mi niña, te voy a encomendar una misión”.
Mientras meditaba la noche del 27 de noviembre de 1830, Catalina vio a María parada en algo así como la mitad de un globo, tenía una esfera dorada en sus manos como si estuviera ofreciéndola al cielo.
La Virgen le explicó que la esfera representaba el mundo, pero especialmente a Francia. Los tiempos eran difíciles en ese país, sobre todo para los pobres porque no había trabajo y para los refugiados de varias guerras de ese tiempo. Francia fue el primer país en tener muchos de estos problemas, que al final llegaron a otras partes del mundo o siguen presentes hasta hoy.
De los anillos de los dedos de María, cuando sostenía la esfera, salían muchos rayos de luz. María explicó que los rayos simbolizan las gracias que ella obtiene para aquellos que las pidan. Sin embargo, algunas de las joyas en los anillos estaban apagadas. María explicó que los rayos y las gracias estaban disponibles, pero nadie las había pedido.
En la tercera aparición, la visión cambió para mostrar a Nuestra Señora parada sobre un globo con sus brazos extendidos y con los rayos de luz todavía saliendo de sus dedos. Dando forma a la figura había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
María le dijo: “Haz acuñar una medalla según este modelo. Quienes la lleven puesta recibirán grandes gracias, especialmente si la llevan alrededor del cuello”. Catalina contó a su confesor la las apariciones con detalle, pero no reveló que había recibido el diseño de la Medalla hasta un poco antes de su muerte, 47 años después.
No hay superstición ni magia, en la Medalla Milagrosa, no es un “amuleto de la buena suerte” sino un testimonio de fe y confianza en el poder de la oración. Sus milagros más grandes son la paciencia, el perdón, el arrepentimiento y la fe. Dios usa una medalla, no como un sacramento, sino como un agente, un instrumento que trae consigo gracias maravillosas. “Las cosas débiles de esta tierra Dios las ha escogido para confundir a los fuertes”.
Cuando la Santísima Virgen entregó el diseño de la medalla a santa Catalina Labouré, le dijo: “Ahora deben dársela a todo el mundo y a cada persona”.
Desde aquel tiempo es símbolo de devoción y amor reconocido por la Iglesia Católica, apoyo para quienes buscan la gracia, enfrentan un momento particularmente difícil en sus vidas o desean recordar cotidianamente que no están solos, pues tienen una Madre infinitamente buena y amorosa que los apoya y los soporta.
El catolicismo reconoce que algunos hombres y mujeres particularmente merecedores, a lo largo de los siglos, posiblemente hayan sido visitados por Jesús, la Virgen María o un santo.
En estas visitas, es posible también que hayan recibido mensajes, revelaciones y hasta órdenes, dirigidos al bien de ellos y de la comunidad cristiana. La naturaleza de la religión católica, centrada en una dimensión interna de oración y meditación personal, hace comprender a los fieles la importancia de la presencia de signos visibles, a veces hasta tangibles.
Aunque el espíritu sigue siendo el canal de comunicación para dialogar con Dios, la naturaleza carnal y material del hombre exige, de vez en cuando, que se manifieste su presencia en un plano de existencia que sea agradable para él.
Con motivo de las apariciones, el amor de Dios se hace visible, se convierte en carne, presencia, en una experiencia mística que trasciende toda comprensión y distorsiona a aquellos que la viven de manera completa, irremediable.
La historia de la Medalla Milagrosa (o medalla de Nuestra Señora de las Gracias, o medalla de la Inmaculada) también tiene que ver con este tipo de experiencia. Es un objeto de veneración, con un poderoso simbolismo, capaz de curaciones inesperadas y actos prodigiosos, proviene de una aparición, de un momento de amor divino hecho carne y luz, del encuentro entre una novicia joven y humilde de veinticuatro años y la Virgen María.
Fue una conversación nocturna que duró horas, hecha no solamente de palabras, sino de miradas, gestos, manifestaciones de afecto y devoción y una esperanza vibrante.
Las apariciones de María, en particular, son consideradas por la Iglesia como intervenciones de una Madre amorosa para sus hijos, un gesto de misericordia y afecto por parte de quien, tan cerca de Dios, no olvida a todos los que viven las preocupaciones de la vida terrenal, demasiado frágiles, demasiado débiles para poder hacer frente a los problemas, a las desgracias, a las interminables pruebas que la vida les presenta. Así, de vez en cuando, María desciende para recordar a quienes creen y confían en ella, su compromiso, su voluntad de ayudar a los hombres y mujeres en su viaje diario, de apoyarlos, defendiendo siempre y en todo caso su causa ante los ojos del Padre.
©Juan Manuel Aragón

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