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RELATO Es la vida que pasa como un viento

Imagen de archivo

La vida de algunos transcurre de manera distinta de como la imaginaron, en una ciudad que es la misma para todos y es otra también


Una nochecita justificó su pequeño hurto avisándole que la taza de café del Galeón, era el primer objeto del ajuar de la boda. Por esos días se hizo también de un par de cucharitas y una vieja azucarera de vidrio. Después dejaron, se pelearon por cuestiones de excesivos celos de ella quizás, o porque él era muy “ojo alegre”, como sabían describir las madres de antes a las aficiones de cierta clase de infieles.
Ella se fue con otro, luego se casó, tuvieron hijos, se separaron y ahora disfruta de los nietos y de una vejez hermosa. El siguió en lo suyo. Ahora tiene dos bandejas profesionales, seis cuchillos, dos docenas de tenedores y seis cucharas de juegos distintos, dos palas para levantar la pizza, tres platos hondos, seis playos, un juego de té, cuatro quilos de sobrecitos de azúcar, un juego de dormitorio completo del que se fue haciendo en las diversas pensiones por las que pasó, una mesa de comedor con seis sillas, ninguna igual a la otra, una heladera con el motor rectificado a nuevo que extrajo, según dice de una casa que habían abandonado sus dueños al salir de vacaciones y un viejo tocadiscos Wincofón, que halló en la casa de una vieja que lo contrató para limpiar el techo, entre otras cositas.
Dicen que cuando se macha alto, avisa que ya la perdonó y manda a los amigos a que, si saben de ella, le avisen que cumplió su promesa. Los amigos saben que es un ratero de poca monta, de esos que se fijan si alguien dejó el auto sin llave porque está acarreando algo y aprovecha esos segundos para llevar lo que hay en el asiento, sea una cartera, una bolsa de pan o papeles del seguro: muchas veces le han pegado palizas memorables o la policía lo llevó de las pestañas y hay quienes afirman que durmió en la cárcel durante un largo período.
Se agenció una vieja casa abandonada de la que sólo sobreviven una cocina, dos habitaciones, una con una gran biblioteca, en la que instaló la cama, un baño antiguo con bañadera con patas en forma de garras. Tiene por compañía alguna que otra laucha a la que combate con trampas y cientos de cucarachas que todas las noches se apropian de la cocina y entre los pocos azulejos que le quedan parecen pinturas de manchas marrones, móviles y repulsivas.
Después de aquella mujer que conoció cuando ya iba cuesta abajo en la rodada, no se le conoció otra, salvo algún que otro esporádico amorcito, como una señora de bien, que vivía en la calle Libertad y lo terminó corriendo a puntazos una noche cuando se enteró de que le había robado “algo de lencería”, como dijo en la comisaría, cuando presentó la denuncia, para no nombrar las bombachas y los corpiños, más una fuente de plata que había sido de la abuela y sus discos de Sandro.
Ahora vive de noche, territorio del día en que, dice, se halla más a gusto, camina las calles con una bolsa en la mano, cerca de las tres de la mañana recorre los bares de la Roca, los mozos, que lo conocen, le van dando las sobras que pide para sus perros, para el gato y vuelve a su casa cargado de, entre otras comidas, mitades de lomitos, sándwiches a medio morder, pizzas, papas fritas que llegarán frías, aplastadas, gomosas, deslucidas. Hace un recuento de lo útil, lo que no tocará, lo que podría durar un poco más para guardarlo en la heladera, tira las sobras y se acuesta con un libro en la mano, hasta que el sueño lo vence cerca del mediodía.
Hay otro Santiago distinto, dando vueltas por ahí, mientras usted cree que la vida es una eterna seguridad de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, pasa entre la gente volando en la punta de un viento gris, con una bolsa al hombro, la mirada siempre esquiva, sabiendo que nadie lo reconocerá, sin amigos, parientes ni conocidos en unas calles que supieron ser suyas, bajo unas estrellas que siguen inmóviles, mirando cómo unos y otros terminarán igual, un día de estos, haciéndose tierra, abono, ceniza, polvo, nada.
Esos somos todos, usted, su señora, sus hijos, sus vecinos, el barrio en que vive, la ciudad, sus autoridades.
Y el abajo firmante.
©Juan Manuel Aragón
A 24 de febrero del 2024, en la sala de Ánimas. Asando un pichi

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