Orilla del río Dulce, amanece |
Aquí se hallarán narradas en primera persona, las idas y vueltas del pobre corazón de un hombre que anduvo dando bandazos en la vida
De chicos y hasta bien entrada la alta juventud, creíamos que Oscarcito Navarrete, Navarré para los amigos, tenía ganado el Cielo o, al menos había alambrado una parcela, suponíamos. No por nada puntual, digamos, sino por todo en general: era buen chango, excelente hijo, siempre dispuesto a hacer favores a los demás sin sacarse la sonrisa de la cara.De todos los que habíamos sido muy de la parroquia del barrio, era el único que a los veintipico no faltaba a misa de los domingos a la mañana y seguía siendo monaguillo. Compuestito, al lado del cura, algunas veces hasta creí verle un resplandor rodeándole la cabeza, como una aureola o tal vez fuera un reflejo de las velas, quién sabe.Vivía con la madre, una viuda de la que nunca nadie tuvo para decir ni esto. La vieja estaba en uno o varios grupos de oración de la Acción Católica, las Rezadoras Perpetuas de Rosarios Davídicos, esas asociaciones. Y colaboraba con Cáritas acomodando la ropa, lavándola, cosiendo la que no llegaba en buen estado. Tenía a quién salir el amigo: para mejor un día anunció que estudiaría para ser cura, viera la algarabía de todos.
Con los changos comentábamos que no solamente tenía un terreno en el Cielo, sino que también estaba bien regado, con el pasto cortito, flores de todos los colores, una fuente tirando agua todo el día y un gran algarrobo en el centro para dar cobijo a cientos de pajaritos, palomas, gorriones, catitas, churris, petiteros, cardenales, reinamoras.
Después la vida nos fue separando, ¿ha visto?, cada uno agarró para su lado. Si a los otros alguna vez les habían adjudicado un terreno allá arriba, luego lo habían abandonado en esos barquinazos del camino que nunca faltan.
Yo anduve cerca de diez años, saltando de pensión en pensión, la más fina, distinguida y elegante de todas era la Pulga Loca, imaginesé. Entré en la mala, alguna vez salí a chacar lo que hallaba, hasta conseguí un chumbo, pero por suerte, le juro por esta, jamás tuve que usarlo.
Mi terreno allá arriba, endemientras, seguía llenándose de malezas, los vecinos tiraban basura, entre los escombros se habían hecho escorpiones, víboras y vaya usté a saber qué otras alimañas peligrosas. Más pasaba el tiempo, más lejos me sentía de aquella vida que había anhelado de chico como la adulta normalidad de los viejos.
La necesidad me llevó a la política, anduve entreverado en cuestiones que, mejor callar para no atizar el fuego del odio generalizado hacia dirigentes que, de todas maneras, me dieron cobijo, amistad, techo, y algo parecido a lo que la gente común y corriente llama trabajo.
Por esos rumbos andaba cuando un día sentí la necesidad de pegar la vuelta. Como si me hubieran salido ronchas de un pasado que peleaba por ser nuevamente mi presente; no sé cómo explicarlo, me viene a la mente la palabra saudades, pero era eso y algo más: quería ser Navarré, si eso era posible todavía.
Me percaté de que el camino de vuelta suele ser más peligroso, lleno de curvas y en medio de barrancos resbaladizos. El terreno de allá arriba seguía igual, pero por lo menos sabía que debía hallar un sendero para topármelo: los vecinos no sabían dónde quedaba, como si hubiera quedado encerrado en medio de una manzana.
De a poco me fui despegando de esos políticos, en realidad malandras de poca monta, aprovechados de la amistad con un caudillejo de tercera. Dejé las pensiones, me despedí de las dos o tres mujeres que ocasionalmente me daban cobijo cual cliente con derechos, infieles, pero de gran corazón, como dice el tango.
No va a creer, amigo, pero como un inmerecido premio, en ese trayecto del regreso me choqué con una buena mujer que aceptó formar un hogar con un viejo, ajetreado, desvencijado y maltratado corazón como el mío. Y un buen día alguien me pasó por debajo de la puerta las escrituras del terreno aquel. Ya sé que nunca va a ser un gran jardincito, sólo aspiro, si Dios me da vida, al menos erradicar un poco las malezas, ver si siembro lechuga, aunque sea, y tener un rinconcito en que acomodarme cuando llegue el último suspiro.
El otro día anduve por el barrio en que había empezado a desbarrancarse mi existencia, los amigos hoy andan hechos un solo desparramo, los que quedan obviamente, porque muchos se marcharon al mundo decúbito dorsal para siempre.
Sentado a la orilla del boliche que había sido el principio de todos los vicios, levanté la vista y al frente, estaba parado, mirándome con una sonrisa de esquina a esquina, un amigo, uno de los pocos que había quedado viviendo cerca. Me puso al día de chimentos que venían desde un tiempo después de que me mandé a mudar, los finados, los ausentes con presunción de fallecimiento, los que se habían quedado y seguían deambulando por sus calles como fantasmas solitarios de un tiempo que ya no era.
—¿Y Navarré?, ¿qué es de la vida de Navarré?— pregunté.
—¿Quién?
—Oscar, Oscarcito Navarrete— insistí.
—Lo cazaron.
—¿Cómo que lo cazaron?
—Uf, sí, volvía de Bolivia con un cargamento de merca, lo detuvieron en la balanza de la 34, al otro lado de La Banda…
—¿Y?
—Traía como veinte kilos de blanca.
No va a creer amigo, pero en los tiempos en que mi alma tocaba fondo, siempre me acordaba de Oscarcito y pensaba: “Algún día voy a ser como él, andaré en la buena, buscando el lado del sol en las veredas, sin esquivar acreedores en cada esquina, sabiendo que un buen corazón me espera en casa, con un plato de sopa caliente y varios chicos chillando alrededor”. Sólo esa esperanza me mantuvo con vida, en los tiempos en que no hacía pie, en medio de las arenas movedizas del barro en los últimos sucuchos de la peor de las mugres.
Esta noticia me ha hecho pensar mucho en asuntos que quizás sean conocidos por todos. Porque, ¿sabe?, tampoco tengo comprada para siempre esta vida. Mañana podría aparecer un amigo de esos tiempos, a los que debo más de un favor, y pedirme que lo acompañe a salir de caño. Un laburito fácil y bien pagado, dirá. Hay días que los ando gambeteando. Quizás sirva para no tentarme, el ejemplo del pobre Navarré.
¿Por cuánto alquilan un 32?, ¿y una buena tumbera?, ¿tanto che?
©Juan Manuel Aragón
Por esos rumbos andaba cuando un día sentí la necesidad de pegar la vuelta. Como si me hubieran salido ronchas de un pasado que peleaba por ser nuevamente mi presente; no sé cómo explicarlo, me viene a la mente la palabra saudades, pero era eso y algo más: quería ser Navarré, si eso era posible todavía.
Me percaté de que el camino de vuelta suele ser más peligroso, lleno de curvas y en medio de barrancos resbaladizos. El terreno de allá arriba seguía igual, pero por lo menos sabía que debía hallar un sendero para topármelo: los vecinos no sabían dónde quedaba, como si hubiera quedado encerrado en medio de una manzana.
De a poco me fui despegando de esos políticos, en realidad malandras de poca monta, aprovechados de la amistad con un caudillejo de tercera. Dejé las pensiones, me despedí de las dos o tres mujeres que ocasionalmente me daban cobijo cual cliente con derechos, infieles, pero de gran corazón, como dice el tango.
No va a creer, amigo, pero como un inmerecido premio, en ese trayecto del regreso me choqué con una buena mujer que aceptó formar un hogar con un viejo, ajetreado, desvencijado y maltratado corazón como el mío. Y un buen día alguien me pasó por debajo de la puerta las escrituras del terreno aquel. Ya sé que nunca va a ser un gran jardincito, sólo aspiro, si Dios me da vida, al menos erradicar un poco las malezas, ver si siembro lechuga, aunque sea, y tener un rinconcito en que acomodarme cuando llegue el último suspiro.
El otro día anduve por el barrio en que había empezado a desbarrancarse mi existencia, los amigos hoy andan hechos un solo desparramo, los que quedan obviamente, porque muchos se marcharon al mundo decúbito dorsal para siempre.
Sentado a la orilla del boliche que había sido el principio de todos los vicios, levanté la vista y al frente, estaba parado, mirándome con una sonrisa de esquina a esquina, un amigo, uno de los pocos que había quedado viviendo cerca. Me puso al día de chimentos que venían desde un tiempo después de que me mandé a mudar, los finados, los ausentes con presunción de fallecimiento, los que se habían quedado y seguían deambulando por sus calles como fantasmas solitarios de un tiempo que ya no era.
—¿Y Navarré?, ¿qué es de la vida de Navarré?— pregunté.
—¿Quién?
—Oscar, Oscarcito Navarrete— insistí.
—Lo cazaron.
—¿Cómo que lo cazaron?
—Uf, sí, volvía de Bolivia con un cargamento de merca, lo detuvieron en la balanza de la 34, al otro lado de La Banda…
—¿Y?
—Traía como veinte kilos de blanca.
No va a creer amigo, pero en los tiempos en que mi alma tocaba fondo, siempre me acordaba de Oscarcito y pensaba: “Algún día voy a ser como él, andaré en la buena, buscando el lado del sol en las veredas, sin esquivar acreedores en cada esquina, sabiendo que un buen corazón me espera en casa, con un plato de sopa caliente y varios chicos chillando alrededor”. Sólo esa esperanza me mantuvo con vida, en los tiempos en que no hacía pie, en medio de las arenas movedizas del barro en los últimos sucuchos de la peor de las mugres.
Esta noticia me ha hecho pensar mucho en asuntos que quizás sean conocidos por todos. Porque, ¿sabe?, tampoco tengo comprada para siempre esta vida. Mañana podría aparecer un amigo de esos tiempos, a los que debo más de un favor, y pedirme que lo acompañe a salir de caño. Un laburito fácil y bien pagado, dirá. Hay días que los ando gambeteando. Quizás sirva para no tentarme, el ejemplo del pobre Navarré.
¿Por cuánto alquilan un 32?, ¿y una buena tumbera?, ¿tanto che?
©Juan Manuel Aragón
Aunque triste, interesante. Una visión de la cruda realidad por la que pasan no pocos en nuestro sufrido pago.
ResponderEliminarHermosa fotografía del amanecer en el Rio Dulce
Esto me recuerda a un compañero de colegio y una profesora siempre nos decía: "no se confundan con los cara de corderos" Pasaron unos años y el mancebo resultó ser de lo peor y nada fue eso , hasta puto había resultado ser .
ResponderEliminarMuy bueno, Juan.
ResponderEliminarMuy bueno Juan. Aunque, sin el extremo de tu cuento, la vida, el entorno o lo que sea; van llevando por caminos que, si no tienes huevos para esquivarlos, te llevan a lugares de los que luego no sales más. Triste, entretenido y desgraciadamente, a veces, real.
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