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MILLAS A cuánto queda Catar con la charrasca

Cómo llegar hasta allá

“Algunos chicos cuando viajaban en ómnibus a Tucumán nomás, los padres les compraban el Patoruzito”


El mundo me cae sobre la cabeza de una manera furibunda con mazazos de una nueva realidad que no deja de asustarme, cada vez que me asomo del cascarón en que vivo. Hay asuntos de las modernidades que no entiendo, eso que uso teléfono móvil, escribo en una computadora y mi ropa se limpia en un lavarropas con botoncitos y ruiditos galácticos. La vida me va alcanzando.
Leo los diarios por internet, uno de ellos dice: “Argentinos en Qatar: cómo aprovechar mejor las millas del extenso vuelo a Doha”. Me digo, voy a probar mis conocimientos antes de entrarle a la noticia.
Lo primero que salta a la vista es que un diario argentino habla de millas y no de kilómetros. Debe ser una nueva moda, pienso. Después voy a San Google y le pregunto cuánto mide una milla. Respuesta: Un kilómetro más seiscientos metros y la charrasca (1.60934). Me agarra miedo entrarle a la nota, mirá si a cada rato tengo que andar haciendo la conversión. Ni que tuviera una calculadora en la cabeza.
Por otro lado, pienso que es muy posible también que se trate de una nota recomendando libros. Catar queda casi en el otro extremo del globo terráqueo, en la Península Arábiga, pero del lado de allá. Dicen que a España nomás el viaje es cansador y me imagino que este debe durar el doble de tiempo.
Algunos chicos cuando viajaban en ómnibus a Tucumán nomás, los padres les compraban el Patoruzito para que no embromaran en el camino. Las familias más pudientes les daban el Tony, D´Artagnan, Fantasía, Intervalo, cosa de tenerlos distraídos y evitar que a cada rato preguntaran: “¿Cuándo llegamos?”. A nosotros, digo, a mí y a mis hermanos no nos dieron jamás una revista para viajar. Nos decían: “Estate quieto, no jodas” y nos quedábamos quietos y no jodíamos. Qué revistas ni qué patatín, patatán o patatero.
Tengo amigos que se sientan en el colectivo y se duermen al toque. Dicen que el movimiento los acuna y hasta sueñan, roncan, tienen pesadillas, se babean, se dan vuelta. Una maravilla, vea. Las veces que he viajado en ómnibus a Buenos Aires, me entredormí todo el camino. Eso que uno va pensando en algo para agarrar sueño, se despierta, luego duerme una horita más, se despierta un rato largo y en cuanto se descuida ya es de día y está casi llegando, mientras el tipo que le tocó al lado no ha movido una uña en todo el viaje y sigue entregado a los brazos de Morfeo hasta Retiro.
Por eso siempre que viajo llevo algo liviano nomás, una novelita policial, un libro de cuentos, cosa de distraerme en el camino, pero sin hacerme los rulos con algo importante, tampoco quiero algo que tenga muchas revelaciones que me hagan pensar o me compliquen las ideas. Se supone que, por dar un caso, si voy a Córdoba, algo tendré que hacer allá, no quiero llegar con la cabeza pensando en filosofía política, en teología tomista.
No sé qué libros llevaría a un viaje largo en avión. Por lo pronto intentaría de cualquier forma, que me toque un asiento de la ventanilla y no me cansaría de mirar para abajo, aunque lo único que se vea sean las nubes o el mar. El Pequeño Diccionario Enciclopédico de la Espasa Calpe, estaría bien. O cualquiera de Javier Marías, menos “Mañana en la batalla piensa en mí”, porque ya lo he leído, tengo que anotar el último de Arturo Pérez Reverte, que habla de México y se llama “Revolución”. Escribe bien el gallego.
Bueno, en eso pensaba, mientras dudaba entre abrir la nota o no, sobre las millas de distancia que hay de aquí a Doha: “Mirá si en la nota me recomiendan un texto escrito con lenguaje inclusivo y termino hablando como estúpido, diciendo todes, tratando de articular el impronunciable todxs o yendo al baño a quemarlo mientras rezo un auto de fe en latín para expulsarle los demonios".
Cuando finalmente hago clic en el artículo para abrirlo, me doy con que es algo de no sé qué acumulación de millas ("si los caminos son leguas en la tierra, y nada más, a qué le llaman distancia, eso me habrán de explicar”, dice Atahualpa Yupanqui no sé en qué pieza), para que te regalen algo si viajas en una compañía de aviación. Es decir, algo cambió desde la última vez que tomé un avión, en 1996, para ir al casamiento de una hermana en Buenos Aires. Fuera de esta burbuja en que me muevo, es posible que los libros ya no existan como entes con vida propia, como objetos autónomos, capaces de crear pensamientos desde sus inanimadas páginas.
Por eso pregunto desde este blog, ¿sigue habiendo vida en el mundo?, ¿es cierto que no existe más la cultura del libro?, ¿cómo transmiten el conocimiento?, ¿qué hacen los seres humanos actuales cuando están aburridos y no salen de la casa porque llueve mucho?, ¿siguen creyendo en algún dios?
¿Hay vida allá afuera?
©Juan Manuel Aragón
Raúl Sabagh y Luis Salim, esa esquina justito, Frías

Comentarios

  1. Te comparto mis respuestas a tus preguntas:
    1. Sigue habiendo. Algunas más provechosas que otras.
    2. Es cierto. No existe como cultura, aunque hay gente culta que los seguirá usando siempre.
    3. Transmiten el conocimiento mediante libros y publicaciones científicas, pero se transmite mucha desinformación y mala información por redes sociales.
    4. En la mayor parte del mundo se siguen haciendo tareas de la casa. Hay una proporción importante en las ciudades, que usa su tiempo conectado a redes virtuales o aburriendo sin saber cómo aprovechar su tiempo.
    5. Cada vez creen menos en un Dios, lo que los hace creer en cualquier cosa.
    6. Sí hay.

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