Un chico argentino |
Un fracaso es lo único que se necesita para seguir pensando como siempre y no cambiar de punto de vista
Fue una inda entrevista, dijo que vendía los pasajes, se agarraba de un barrote y la hacía girar, porque el motorcito no daba como para que arranque sola. Los chicos trataban de engañarlo, siempre querían dar una vuelta más sin pagar para montar el caballo blanco o el Pluto gigante. El los dejaba colar, porque así conseguía más clientes para la calesita del baldío de La Banda, o sería Clodomira, son tantos años que ya no me acuerdo bien.A veces no basta con hacer bien el trabajo, también hay que quedar bien con los jefes, interpretar qué quieren y qué les están pidiendo, a su vez, desde más arriba, a ellos también. Los buenos empleados a veces son los que hacen medianamente bien su trabajo, pero en ocasiones son los que mejor interpretan ese viento que viene de más arriba, e intentan ir hacia el mismo lado, para no andar despeinados por la vida.Me llevó media tarde la charla, recuerdo que quise hacerla bien, averiguarle todo para que no se le viera la costura al relato, quería que saliera una nota parejita, digamos. Después de la calesita contó que tuvo un puestito de venta maní dulce, como le dicen al praliné las chicas que vienen del campo. Pero no se quedaba en una esquina fija, sino que rotaba a medida que lo iban corriendo los otros bushcas, porque les hacía competencia desleal por vender más barato. También lo querían multar los municipales. “¿Por qué te verdugueaban los municipales?”, le pregunté. “Porque no pagaba bromatología”, respondió, y luego despacito y mordiendo la palabra para que entienda bien qué quería decir, agregó: “Ponele”. Y entendí, cómo no.
En ese tiempo los cambios de época en la prensa eran un poco bruscos, bajaban las órdenes de manera militar, perentoria: un santo y seña nuevo, palo y a la bolsa. A veces se producían de manera más suave, pero mientras los de arriba discutían los detalles del nuevo rumbo, necesitaban que de abajo también se fuera imprimiendo algo con la nueva dirección, como dando señales de que el viento tenía que soplar de otro lado. ¿Veletas, dice usté? Naaahhh… Como en cualquier negocio, si le conviene más vender camisas en vez de pantalones, se hace camisero, nada del otro mundo.
Los domingos inflaba globos y los vendía en la plaza Libertad: no se vestía de payaso ni hacía monerías ni tocaba una flauta para que lo miraran, ofrecía su mercadería, de manera cordial y circunspecta, a los padres de los chicos que andaban paseando, si querían comprarle le compraban, y si no, no, listo. Dice que vendía mucho, pero tenía poca ganancia porque los daba barato, casi a precio de costo.
Entonces le avisaron que alquilaban un local de un metro por metro y medio en el pasillo de la entrada de una vieja casa de la Pellegrini y con sus ahorros compró la máquina de hacer panchúquer. Entrar en el negocio grande, tener un local, lo volvió casi un comerciante del centro, pero seguía siendo un pobre ratón, y no se la creía. Los hacía según la receta original, sin agregar agua a la leche para ahorrar unos pesos, como acostumbraba la competencia. Lo que se ahorra por una parte se gasta en otra, sostuvo mientras me contaba que los clientes lo preferían. Los días de cobro de la administración pública, se armaba una fila delante de la panchuquería.
Lo entrevisté un día que me mandaron a buscar un personaje típico de la ciudad, alguien que fuera término medio, pidió el jefe, como si hubiera sido tarea sencilla hallar entre el millón de santiagueños a uno del montón, que estuviera justo en el centro del dial. Esa equidistante persona no existe ni aquí ni en la redonda Tierra. Pero quise creer que sabía que pretendía el jefe con eso. Y cuando andaba por la Pellegrini, me topé de frente con mi próximo entrevistado.
Aquí, una nota para saber algo más sobre la costumbre argentina de tomar mate
Me fue contando de su vida. Anotaba despacito: no quería perder detalles y le volvía a preguntar cada cosa dos veces, para asegurarme que la entrevista saliera bien. De qué barrio era, cómo había sido su infancia, por qué club hacía barra los domingos, cómo se llamaban los hijos, dónde y cómo había conocido a la señora, todo le averigüé.
Cuando volví al diario dijeron que no era una persona término medio, querían a alguien con algo más de nivel, según me explicaron. “Como quién”, pregunté, algo molesto. “Como un comerciante de más peso, el dueño de una tómbola en el centro, de una casa de venta de lencería o, al menos un barcito”. Les dije que no me daba el cuero para hacer la misma entrevista a aguien distinto, hice un bollo los apuntes, los tiré al cesto de los papeles y me olvidé casi del todamente de aquella nota, sabiendo que eso me haría ganar fama de “rebelde sin causa” en aquel pasquín sub provinciano.
Entendí la regla de oro de algunas vidas: ir por ahí quedando bien con los que se debe quedar bien e ignorando las pobres almas solitarias que no merecen darse vuelta siquiera para mirarlas un instante. Seguí intentando el periodismo las veces que pude y algunas que no podía, viendo cómo hacer para entrevistar a los triunfadores de la periferia, a los que se sienten en la gloria por haber llegado a cartoneros, a los que se esmeran por ser mejores mozos de bar, a los que insisten en un billar de barrio pobre, a pesar de que saben que no tienen talento, a los ágiles muchachos que levantan la basura para llevarla en los camiones. Tienen un alma más vívida, más hermosa, con más luz que cualquier otra. Aprendí a escribir como un igual, es decir un ratón más con una vida parecida, y es lo que en definitiva era y sigo siendo.
En ese tiempo los cambios de época en la prensa eran un poco bruscos, bajaban las órdenes de manera militar, perentoria: un santo y seña nuevo, palo y a la bolsa. A veces se producían de manera más suave, pero mientras los de arriba discutían los detalles del nuevo rumbo, necesitaban que de abajo también se fuera imprimiendo algo con la nueva dirección, como dando señales de que el viento tenía que soplar de otro lado. ¿Veletas, dice usté? Naaahhh… Como en cualquier negocio, si le conviene más vender camisas en vez de pantalones, se hace camisero, nada del otro mundo.
Los domingos inflaba globos y los vendía en la plaza Libertad: no se vestía de payaso ni hacía monerías ni tocaba una flauta para que lo miraran, ofrecía su mercadería, de manera cordial y circunspecta, a los padres de los chicos que andaban paseando, si querían comprarle le compraban, y si no, no, listo. Dice que vendía mucho, pero tenía poca ganancia porque los daba barato, casi a precio de costo.
Entonces le avisaron que alquilaban un local de un metro por metro y medio en el pasillo de la entrada de una vieja casa de la Pellegrini y con sus ahorros compró la máquina de hacer panchúquer. Entrar en el negocio grande, tener un local, lo volvió casi un comerciante del centro, pero seguía siendo un pobre ratón, y no se la creía. Los hacía según la receta original, sin agregar agua a la leche para ahorrar unos pesos, como acostumbraba la competencia. Lo que se ahorra por una parte se gasta en otra, sostuvo mientras me contaba que los clientes lo preferían. Los días de cobro de la administración pública, se armaba una fila delante de la panchuquería.
Lo entrevisté un día que me mandaron a buscar un personaje típico de la ciudad, alguien que fuera término medio, pidió el jefe, como si hubiera sido tarea sencilla hallar entre el millón de santiagueños a uno del montón, que estuviera justo en el centro del dial. Esa equidistante persona no existe ni aquí ni en la redonda Tierra. Pero quise creer que sabía que pretendía el jefe con eso. Y cuando andaba por la Pellegrini, me topé de frente con mi próximo entrevistado.
Aquí, una nota para saber algo más sobre la costumbre argentina de tomar mate
Me fue contando de su vida. Anotaba despacito: no quería perder detalles y le volvía a preguntar cada cosa dos veces, para asegurarme que la entrevista saliera bien. De qué barrio era, cómo había sido su infancia, por qué club hacía barra los domingos, cómo se llamaban los hijos, dónde y cómo había conocido a la señora, todo le averigüé.
Cuando volví al diario dijeron que no era una persona término medio, querían a alguien con algo más de nivel, según me explicaron. “Como quién”, pregunté, algo molesto. “Como un comerciante de más peso, el dueño de una tómbola en el centro, de una casa de venta de lencería o, al menos un barcito”. Les dije que no me daba el cuero para hacer la misma entrevista a aguien distinto, hice un bollo los apuntes, los tiré al cesto de los papeles y me olvidé casi del todamente de aquella nota, sabiendo que eso me haría ganar fama de “rebelde sin causa” en aquel pasquín sub provinciano.
Entendí la regla de oro de algunas vidas: ir por ahí quedando bien con los que se debe quedar bien e ignorando las pobres almas solitarias que no merecen darse vuelta siquiera para mirarlas un instante. Seguí intentando el periodismo las veces que pude y algunas que no podía, viendo cómo hacer para entrevistar a los triunfadores de la periferia, a los que se sienten en la gloria por haber llegado a cartoneros, a los que se esmeran por ser mejores mozos de bar, a los que insisten en un billar de barrio pobre, a pesar de que saben que no tienen talento, a los ágiles muchachos que levantan la basura para llevarla en los camiones. Tienen un alma más vívida, más hermosa, con más luz que cualquier otra. Aprendí a escribir como un igual, es decir un ratón más con una vida parecida, y es lo que en definitiva era y sigo siendo.
Es decir, fracasé.
Juan Manuel Aragón
A 24 de julio del 2024, en la Capilla. Davueltando una tortilla.
Ramírez de Velasco®
Juan Manuel Aragón
A 24 de julio del 2024, en la Capilla. Davueltando una tortilla.
Ramírez de Velasco®
Muy buen relato de una verdad.te felicito juan
ResponderEliminarBrillante!! Contundente. Felicitaciones Juan Manuel
ResponderEliminarBuen relato Juan Manuel, !!! Ernesto Jerez
ResponderEliminarExcelente. Punto y aparte, decía mi tía y se cortaba la discusión
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