Peleas en el deporte |
De qué manera los cronistas deportivos, alimentan la mafia que vive en el fútbol
Tengo algo para decir de mis colegas, los periodistas deportivos que escriben, cuentan, narran, muestran el fútbol. Y es lo siguiente, quizás sean parte de la violencia desatada en los estadios y que no encuentra, hasta el momento, una forma de salir de la espiral de agresiones. Hemos llegado al extremo de que en los partidos de casi todo el país no se deja entrar a los estadios a los simpatizantes del equipo visitante. Sería insólito, si no fuera porque nos acostumbramos.
Todo tiene que ver con todo, como dicen. Es obvio que los periodistas no son los causantes de la violencia, pero la alimentan cada vez que en sus titulares escriben palabras como “duelo”, “lucha”, “combate”, “hazaña”, “enfrentamiento”, “pelea”, “intratable”. Son partidos de fútbol, un juego que implica una diversión, tanto para sus protagonistas como para quienes los miran. ¿Por qué cargarles una yapa con toda esa furia ofensiva?
¿No ha visto esos programas de televisión en los que, analizando un partido, pareciera que siempre están a punto de tomarse a golpes de puño? Y no están debatiendo la situación económica de la Argentina, las consecuencias de la Guerra de Irak o las causas de la pobreza estructural de América al sur del Río Bravo, sino sobre una lesión en el isquiotibial de un jugador del ascenso. Hay como una enormidad, una desproporción entre el fanatismo que esgrimen al hablar y el objeto mismo de esa exaltación.
Por otro lado, muchas veces, cuando se los oye con atención, se les escapan frases como: “Si dijéramos lo que sabemos, se pudre todo”. Es decir, conocen ciertos asuntos, los ven, los palpan, quizás tienen pruebas, pero pocas veces destapan aquello que bien podría ser el meollo de la cuestión. Digo, de la violencia en el fútbol, porque de la estultez de ciertos dirigentes, a esta altura del tiempo de descuento, nadie tiene dudas.
Hay un submundo en el fútbol y códigos de tipo mafioso que difícilmente se entienden en el mundo que no es parte de ese circo. Se alimenta de las estrellas, por supuesto, pero también de cientos de miles de chicos que un día se acercan a un club con la esperanza de que los miren, los hagan quedar y algún día sean parte de la Primera, si es posible en alguna institución de las consideradas “grandes”. A su alrededor pululan varios pícaros que, según la cara del candidato, ya saben cómo y hasta cuándo exprimirán su sudor. Saben que un día ese muchacho terminará jugando en un remoto club de Ecuador, después de que casi lo mataron a lesiones cuando jugó en la Argentina.
Los periodistas deportivos conocen ese ambiente con pelos, marcas, señales. Tienen nombres, fechas, datos, información, papeles que un día u otro, si alguno se animara, podría destapar al menos cómo se gerencia a los violentos en el fútbol, quiénes los usan, para qué sirven y qué se perdería si se muestra en serio su negocio.
A quienes nos interesa el fútbol como simples espectadores, venimos esperando que los periodistas hablen, por lo menos desde que sucedió la Tragedia de la puerta 12, en junio del 68, cuando murieron aplastadas, a la salida de un partido entre River y Boca, 71 personas, con un promedio de edad de 19 años. Oiga bien, promedio.
Fue un día antes de que cumpliera mis 9 años de edad. Recuerdo un título de la revista “Así”, que mostraba a un muchacho un poco más grande que yo, de 14 años. Decía: “Dijo que iba a ser de Boca hasta la muerte y cumplió”, o algo así. No entendía mucho y le pregunté a mi padre qué significaba eso; respondió, no sin algo de tristeza, que se había muerto antes de que le pregunten sobre cómo quería terminar.
Ya era feroz la violencia que ejercían los periodistas en pos del endurecimiento de la conciencia de los hinchas que promovían con sus crónicas siempre parciales, pues estaban a favor del mantenimiento del estado de cosas. Pero en ese entonces lo desplegaban en una prensa marginal, pues en la mayoría de los diarios, en la radio y en la poca televisión que había, hasta estaban prohibidas las palabras soeces. No digo “pelot…”, “put…” o el inmoral “cul…”, sino que incluida “joder” y de ahí para arriba, estaban todas erradicadas del vocabulario básico de un periodista decente.
No voy a ponerme en editorialista, no es lo mío. Pero, les pido, muchachos, si saben cómo se mueven los hilos detrás del escenario, al menos disimulen, digan que ignoran todo. Así cuando uno de estos días alguien sale explicándolo, se pueden hacer los sorprendidos. Quedarían mal si dijesen entonces: “Ya lo sabíamos”. Porque sería confesión de parte.
©Juan Manuel Aragón
Por otro lado, muchas veces, cuando se los oye con atención, se les escapan frases como: “Si dijéramos lo que sabemos, se pudre todo”. Es decir, conocen ciertos asuntos, los ven, los palpan, quizás tienen pruebas, pero pocas veces destapan aquello que bien podría ser el meollo de la cuestión. Digo, de la violencia en el fútbol, porque de la estultez de ciertos dirigentes, a esta altura del tiempo de descuento, nadie tiene dudas.
Hay un submundo en el fútbol y códigos de tipo mafioso que difícilmente se entienden en el mundo que no es parte de ese circo. Se alimenta de las estrellas, por supuesto, pero también de cientos de miles de chicos que un día se acercan a un club con la esperanza de que los miren, los hagan quedar y algún día sean parte de la Primera, si es posible en alguna institución de las consideradas “grandes”. A su alrededor pululan varios pícaros que, según la cara del candidato, ya saben cómo y hasta cuándo exprimirán su sudor. Saben que un día ese muchacho terminará jugando en un remoto club de Ecuador, después de que casi lo mataron a lesiones cuando jugó en la Argentina.
Los periodistas deportivos conocen ese ambiente con pelos, marcas, señales. Tienen nombres, fechas, datos, información, papeles que un día u otro, si alguno se animara, podría destapar al menos cómo se gerencia a los violentos en el fútbol, quiénes los usan, para qué sirven y qué se perdería si se muestra en serio su negocio.
A quienes nos interesa el fútbol como simples espectadores, venimos esperando que los periodistas hablen, por lo menos desde que sucedió la Tragedia de la puerta 12, en junio del 68, cuando murieron aplastadas, a la salida de un partido entre River y Boca, 71 personas, con un promedio de edad de 19 años. Oiga bien, promedio.
Fue un día antes de que cumpliera mis 9 años de edad. Recuerdo un título de la revista “Así”, que mostraba a un muchacho un poco más grande que yo, de 14 años. Decía: “Dijo que iba a ser de Boca hasta la muerte y cumplió”, o algo así. No entendía mucho y le pregunté a mi padre qué significaba eso; respondió, no sin algo de tristeza, que se había muerto antes de que le pregunten sobre cómo quería terminar.
Ya era feroz la violencia que ejercían los periodistas en pos del endurecimiento de la conciencia de los hinchas que promovían con sus crónicas siempre parciales, pues estaban a favor del mantenimiento del estado de cosas. Pero en ese entonces lo desplegaban en una prensa marginal, pues en la mayoría de los diarios, en la radio y en la poca televisión que había, hasta estaban prohibidas las palabras soeces. No digo “pelot…”, “put…” o el inmoral “cul…”, sino que incluida “joder” y de ahí para arriba, estaban todas erradicadas del vocabulario básico de un periodista decente.
No voy a ponerme en editorialista, no es lo mío. Pero, les pido, muchachos, si saben cómo se mueven los hilos detrás del escenario, al menos disimulen, digan que ignoran todo. Así cuando uno de estos días alguien sale explicándolo, se pueden hacer los sorprendidos. Quedarían mal si dijesen entonces: “Ya lo sabíamos”. Porque sería confesión de parte.
©Juan Manuel Aragón
👏👏👏 excelente nota! Mucho para reflexionar.... (aunque nunca se hacen cargo)
ResponderEliminarMuy buena nota
ResponderEliminarRecuerdo la tragedia de la puerta 12. ¡Cuántas vidas inocentes! Todo por la irresponsabilidad de quienes incitan la violencia
ResponderEliminarColumna editorial más que nota. Muy bueno
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