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RELATO La desmemoria del paisano

Tapera

Narración tomada de los recuerdos de Facebook, adecentada, peinada, afeitada, con la cara lavada y vuelta a presentar a los lectores

La casa guardaba el retrato del bisabuelo, que arribó en un carro con una mula sillonera azuleja, tal como recordaban los más viejos si contaban la historia de aquel pago, perdido en medio de una pampa de pastos del norte de Santiago. Pero luego llegó el bosque y empezó a esconder unas de otras las casas de la parentela, al tiempo fue el exilio, los jóvenes se mandaron a mudar despoblando la esperanza del territorio cuyo nombre ya no recuerda ningún mapa. Al final lo que había sido un espacio feliz, se convirtió en camposanto de taperas tristes, corrales caídos, cercos que eran más portillo que otra cosa y lechuzas davueltando por los pocos alambrados que quedaban.
Quizás por eso, cuando regresé al cabo de varios años a visitar al único pariente que había quedado, no sé si por conveniencia o sinceramente, el viejo dijo que no se acordaba de mí, de mi madre, de mis hermanos, del nombre del perro que teníamos entonces, de por qué eran bayos casi todos los fletes de aquellos remotos tiempos ni de nadie de aquellas épocas de la niñez del mundo.
Tentado estuve de preguntarle el nombre del lugar, para corroborar que estaba ahí, pero era el mismo tío lejano a quien recordaba mozo, entonces era fuerte, simpático, animoso, alegre, y no un sobrante del tiempo, por lo que debí conformarme con lo que quisiera decirme. Además, era la misma casa, el mismo corral, el mismo pozo, la misma represa, las mismas sendas y los mismos zanjones profundos en el camino a San Miguel, de aquel sitio en que había jugado a las escondidas de joven. Seguían en pie los paraísos, los eucaliptos, los restos del gallinero, vestigios del chiquero de las cabras, de la cocina del fuego y se estaba terminando de venir abajo el horno de barro a cuya orilla sigo viendo a mi abuela joven y hermosa, ayudando a las demás mujeres a sacar el pan crujiente.
Un buen rato conversé con el hombre, parecíamos desconocidos. Me llevó a recorrer lo que para ese tiempo ya eran los restos del naufragio de la familia y no el paquebote elegante que otrora había navegado sobre los mares embravecidos, repletos de piratas enemigos. Fingía no sorprenderse cuando le anticipaba “ahí estaba el calicanto celeste”, “ese camino lleva al bebedero de hacienda”, “qué lástima que sacaron el enorme sauce, bajo cuya sombra el abuelo contaba las vacas”. Decía que sí y seguía su camino. El olvido más profundo cubría su rostro cuando le nombraba a la parentela. Dijo no tener idea de quiénes eran mi madre, mi padre, ninguno de mis hermanos y menos los otros tíos, los primos, los abuelos, la gente que alguna vez había trabajado ahí. Hijos y entenados. Gran señor de un lugar que raspaba el tarro de la amnesia para extraer monedas oxidadas, incomprensibles, sin valor.
Toda la tarde pasé indagando asuntos del lugar en la desmemoria de aquel paisano: si habían sido secos los años anteriores, ¿sembraba maíz y anco o ahora se dedicaba a otra cosa?, ¿tenía muchos animales?, ¿seguían siendo lindas las chinitas del pago? Hasta que, perdido en un rincón de la casa, descubrí el bastón de cañahueca que había sido del abuelo. “¡A este lo conozco!”, exclamé. Me puse a contar historias de aquel objeto al que el abuelo le decía “Manuelito” y que usó durante unos días, como amenaza para el *huilerío, cuando mi mamá y mi abuela se fueron de viaje y quedó a cargo de todo.
Para refrescarle la memoria lo hice pasear por lo que había sido la casa de Matías, el único gaucho que conocí en mi vida y que me dio lecciones que no olvidaré jamás, la de los Melián y del Negro, que había sido el anteúltimo en mandarse a mudar buscando mejores vientos, la de Victoriano, Pancho, la Finada Rosa, que en ese entonces ya trabajaba de muerta y en los restos de lo que había sido su casa jugamos de niños a ser descubridores de tesoros escondidos. Pero nada conmovía al tío aquel que le digo, nada lo sacaba de su ensimismamiento, los ojos salidos, los pasos largos y el acentuado parecido que tenía con mi abuelo.
Como si se le despejara algo en la mente, en un momento de aquella mañana fría de agosto, el tío lejano dejó de hacerse el tonto, como si se le abriera la mente entre el humo de tantos recuerdos perdidos. Pero, volvió a preguntar como a cada instante todo aquel día: “¿Cómo era que se llamaba usted?”.
Cuando me iba, una vaca mugió en el corral y su sonido llegó idéntico al de aquellos días felices de la patria aquella que Walter Benjamin llamaba infancia, y una agüita me brotó por los ojos. “Qué sabrá ser”, me dije. Y emprendí el camino rumbo al resto de mi vida.
Ju
an Manuel Aragón
A 19 de marzo del 2024, en La Isla Mota. Recordando a mi mamá.
*Antiguo vocablo indígena que nombraba a una tribu de indios lampiños y por extensión se usa para nombrar a los niños, los “huilis”.
©Ramírez de Velasco

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