Gallos en riña |
Hay veces que el oficio de periodista provoca a los entrevistados a revelar historias extraordinarias
Nadie se había animado a preguntarle por la cicatriz que le cruzaba la frente como chicotazo ladeado. Decían que le venía de sus tiempos mozos: metido en cuestiones de faldas, en un baile en San Javier, antes de Clodomira, consiguió la marca personal que luego figuraría en su legajo en la policía y resaltaría la foto que le tomaron para tenerlo marcado. Después, cuando lo buscaron por cuestión de una pirateada a mano armada de un camión, en la ruta 34, pudo zafar gracias a que consiguió un buen abogado, pero ya estaba fichado de antes y así quedó nomás.El hombre había llegado a viejo con una fama que, según supe después, trascendía los límites de esta antigua capital de provincia y se extendía a pueblos que estaban más allá de las fronteras. Debía tener, necesariamente, una historia interesante y muchas cosas que contar, a pesar de la natural reserva que suelen ostentar los criollos, sobre todo si se trata de alardear coraje.Hacía tiempo que llevaba olvidado el que había sido su trabajo durante muchos años, como guardaespaldas de varios políticos de la provincia. Con ese oficio se ganó una fama de atrevido y peleador que, afirmaba, era injusta. “Soy incapaz de matar una mosca”, dijo con voz cándida, en la entrevista que le hice para el diario, pero no le creí. Le pregunté a qué se dedicaba, mostró que era criador de gallos finos que despuntaba el vicio en reñideros de Santiago, La Banda, Fernández, Clodomira, pueblos que guardan la tradición de los gallos con esmero y dedicación. Lo conocí buscando aficionados, para hacer una nota sobre esta particular manera de amar los animales, cuidarlos, darles cariño y mejorar la raza pidiéndoles bravura, coraje y lealtad a su sangre.
La de gallero es una actividad injustamente olvidada por la prensa digamos seria de todas las provincias del norte. Los nombran sólo para denigrarlos cuando en una fiesta se desubica algún concurrente y saca a relucir un arma o rompe una botella para atacar a otro o se entrevera en disputas que son normales en todas las grandes reuniones. A pesar de que en los diarios saben que la culpa es casi siempre de las libaciones etílicas, sólo en este caso responsabilizan a los pobres animales que están ahí para otra cosa.
Fue el segundo o tercer nombre que me tiraron, llamándolo con voz reverencial, aunque me aclararon que tenía pocos animales y de una clase muy mas o menos. Pregunté por qué tanto respeto. Explicaron que cuando llegaba a un lugar le cedían el asiento, lo saludaban con rendebú (lo tengo subrayado en mi libretita de notas para quien quiera verlo), y los dueños de casa se le acercaban para indicarle que cualquier cosa que necesitara pidiera nomás, porque estaban para servirlo. Miraba topar sus animales con tranquilidad, sin hacer mucho alarde ni, mucho menos, gritar o exteriorizar sus sentimientos, picaba unas cuantas empanadas, tomaba uno o dos vasitos de vino y cuando terminaba la riña se iba tranquilo a su casa, sin meterse con nadie.
Contaban que en tiempos en que la riña era ilegal, había sido amigo de un juez que por él los dejaba topar sin encontronazos con la policía. Calculaban que aquel viejo abogado permitía, en esos tiempos esta romería criolla porque era amante de las tradiciones. Otros, no tan crédulos, sostenían que era criador. Un amigo, al que anoté en la libreta como “testaferro”, le presentaba los animales y cuando la reunión estaba por terminar, si no había triunfado ninguno, por el favor que le debían, hacían que cualquiera levantase su gallo para dejarlo ganar, así seguía amparándolos con el ojo ciego de un Código Penal que en ese caso no solamente era tuerto sino también mudo y sordo.
La tarde que me llevaron a la casa a verlo, andaba de ojotas, me recibió en el comedor de su sencilla casa de la calle 11 del barrio Ejército Argentino. Respondió amablemente mis preguntas, aunque no reveló nada del otro mundo. Se refirió con cariño a sus animales, contó cómo los criaba desde pollitos, qué les daba de comer, cómo les enseñaba a volar, asuntos triviales.
No va a creer si le cuento que durante toda la entrevista estuve dudando si incomodarlo con un comentario sobre la cicatriz. Me habían advertido que mejor no le preguntara, podía enojarse y sacarme carpiendo. Al final me jugué: no tenía nada que perder.
—Disculpe la intromisión amigo, pero me gustaría que, si puede, me cuente cómo fue que se hizo esa cicatriz en la frente. Si no tiene inconveniente, por supuesto.
El hombre quedó callado un instante que pareció eterno, los comedidos que me habían llevado se revolvieron incómodos en las sillas. Sin embargo, el hombre respondió:
—Ha hecho tan bien la pregunta que no me voy negar a contarle. Eso sí, no quiero fotos y si se llegara a publicar algo, por favor, que no aparezca mi nombre.
Como periodista estoy habituado a oir historias de todo tipo, algunas reales, otras inventadas y muchas casi increíbles. Pero lo que tenía para contar este hombre fue sorprendente, asombroso, así que le dediqué otra nota en el diario aquel que le digo, y después me olvidé.
Hasta hoy.
Juan Manuel Aragón
A 18 de junio del 2024, en Bajo Alegre. Visitando a Luis Galván.
Ramírez de Velasco®
Vive Luis Galván? Y sigue siendo tan simpático?
ResponderEliminarEsa maleza nunca muere.
EliminarUd cree que ser degenerado es simpático? Ud tendría que haber sido abogado para defender basuras. Discúlpeme Ud.
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