Rubia |
“Los últimos tiempos había ido cambiando el enfoque, al darse cuenta de que la pesca era cada vez más cómoda”
Era un hombre pulcro, en el mismo sentido del diccionario, es decir cuidadoso, delicado, escrupuloso y, si hubiera vivido hasta hoy le habría encantado la palaba —pulcro, justamente— que hallé para describirlo. Su vida, según contó alguna vez, era un orden inmaculado, en su casa, en su trabajo, en la calle, cada cosa debía tener su lugar y cada lugar era para cada cosa, salvo por una sola excepción que mostraba su desamor por las mujeres cuando lo desilusionaban o por todas en general, como se verá al final.
Un día, cuando la soltería lo apuraba, decidió que ya no buscaría un amor para toda la vida, se conformaría con los quereres líquidos que florecen en los modernos templos de las bebidas espirituosas y el olor a orina invadiendo el ambiente, las cervecerías. A pesar de estar algo entrado en años para esos trotes, llevaba muy bien su cincuentena, rigurosa gimnasia mediante, estricto régimen de comidas y la costumbre de acostarse temprano, salvo cuando salía de cacería, como llamaba a sus incursiones en busca de amor fluctuante, acuoso o remiso, por llamarlo de alguna manera.
Para los sábados a la noche tenía palabras floridas, pero no antiguas, sabía que en los ambientes en que se movía era un animal extinguido, quizás velociraptor de película o mamut siberiano y por eso cuidaba su verba, adaptándola a los tiempos que corrían, a fin de pasar por moderno caballo de carreras. Si se acercaba a una mujer, hablaba poco y lo justo, sabía alabar a cada una por lo que cada una buscaba ser mirada esa noche. Lo demás era encanto, fino humor y una capacidad enorme de descubrir, en sólo un golpe de vista, la psicología de la que pasaría con él un rato de expansión física.
Los últimos tiempos había ido cambiando el enfoque, al darse cuenta de que la pesca era cada vez más cómoda, facilitada, sobre todo, porque todas las mujeres tomaban alcohol en exceso. Como se consideraba un deportista de la caña y el sedal, elegía las presas más difíciles, las que no estaban tomando, las que no habían perdido el conocimiento. Su conciencia de hombre de bien, con cierta crianza a la antigua y hermanas siempre bien recordadas, le impedía llevar a su casa a una mujer que no supiera qué estaba haciendo. Le parecía un horror aprovecharse de su momentánea falta de conciencia para hacer algo que quizás luego ellas lamentarían y seguramente él también.
Además, debía ser una que apreciara su casa, ni ostentosa ni humilde, pero siempre limpia y bien puesta. Casi todos los días dormía en una habitación de un altillo, cama de una plaza, velador y un triste foco de luz. Para la noche de invitadas tenía un dormitorio de pisos blancos inmaculados, iluminación tenue, estratégicos espejos y sábanas finísimas que ponía en el lavarropas con jabón perfumado, apenas se iba el bocadito. Un baño en suite con suaves toallas, completaba el especial agasajo para sus ocasionales queridas.
Esa noche en el boliche le falló el olfato, se acercó a una rubia hermosa, para descubrir, cuando el trabajo estaba casi hecho, que se trataba de una vulgar orillera. De la peor especie, para peor, las ´come chicle´ o guarangas al paso. Analizó la posibilidad de buscar otra, pero cuando giró su cabeza, casi todos se habían ido. Era ella o nada. La llevó a su casa, y cuando estuvieron solos tomó dimensión de la ordinariez de aquella mujer, que dejó su Bazooka pegado en la mesa de luz, para reanudarlo, según dijo, después de.
A la madrugada le ofreció pasar al baño a fin de adecentarse antes de regresar a su casa. Le indicó dónde estaban las toallas, le aflojó el agua caliente y la dejó sola en sus abluciones, eso que ella le ofreció bañarse en compañía (“no te voy a comer, che”, le avisó sonriente, pero él declinó, estaba cansado, ya no estaba para esos trotes, pensó). En un gesto de caballero, dejó a medio abrir un paquete de celofán con un cepillo de dientes. Al salir del baño, que dejó hecho un estropicio, según los cánones de él, le dijo a la rubia, Rosita, se llamaba, que un taxi la esperaba en la puerta. Era el mismo que hacía las devoluciones todos los domingos, de un amigo que le cobraba después.
Volvió a la habitación, abrió la ventana para ventilarla, sacó las sábanas, dio vuelta el colchón, despegó, con mucho asco, el chicle que le dejó de regalo, pegado en la mesa de luz, fue al baño, sacó la toalla, para ponerla también en el lavarropas.
Tomó delicadamente el cepillo de dientes que había usado Rosita, lo secó con papel higiénico y lo puso, cuidadosamente, en el envoltorio de celofán, parecía nuevito y era la tercera que lo usaba. Con suerte alcanzaría para dos más. O tres.
©Juan Manuel Aragón
Me hizo acordar a Carlos Gardel, quien cuando le preguntaban por qué no se había casado, contestaba...."Pudiendo hacer feliz a tantas, para qué voy a hacer desdichada a una"
ResponderEliminarHermoso mensaje especial para los hombres y mujeres se conocen hablan unas horas y a dormir juntos
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