"Paisaje santiagueño", de Hugo Argañarás |
El engaño de los curanderos a los pobres que acuden a ellos, como última esperanza para zafar de un mal endémico en el norte de la Argentina
La última vez que había visto a Lalo Coronel, todavía estaba viva su señora, la Dina, que me conocía de muy niño. Anduve como dos o tres días por el pago. Con un mancarrón y un apero que me prestaron, visité amigos, anduve por viejas sendas casi cerradas del todo, respiré el aire de esas mañanas, cristalino, diáfano, perfumado. Como siempre la casa se mantenía limpia, se diría reluciente, si no fuera porque el piso era de tierra, pero barrido hasta el confín del guardapatio como sabían ser antes los de todas partes.Tenían unos cuantos chanchos, un chiquero con cabras y ovejas, una huerta pequeña pero bien surtida, un loro, Lorenzo, y un guayacán inmenso ofertando una sombra que refrescaba las tardes del verano. Recuerdo que la Dina se quejaba por unos dolores del pecho —tenía mal de Chagas— que seguramente en unos días se le pasarían.Después de esa ocasión, supe que había ido a ver a los hijos que vivían en Buenos Aires. Allá aprovechó para visitar a un renombrado curandero que no cobraba ni un peso y sanaba rápidamente. Son pillos a los que no se debe pagar nada por curar los males de los digamos, “pacientes”, les avisan que se sanarán con la única condición de que compren un agua embotellada a la señora que está en la puerta.
Cuando los llevan presos a estos delincuentes, siempre dicen lo mismo, que no se dedican al ilegal ejercicio de la medicina. “Lo único que hice fue pedirles que tomen agua y eso no es delito”, dicen. No engañan a nadie con su mentira, salvo a la policía, a la Justicia y a los pobres incautos que les creen solamente porque quieren aferrarse a una última esperanza de vida.
La cuestión es que suponían que había vuelto curada al pago, pero las viejas sabían que no era verdad, el Chagas es maldito, no perdona. Se enfermó, se puso mal, y una mañana que habían salido a caminar al cerco, como quien tomar aire, de la mano con Lalo, se desmayó y cuando él llegó con ella en brazos a la casa, ya estaba fría.
Es cruel el mal de Chagas, pero lo peor es que se cura con algo menos de pobreza y una pizca de educación. No mucha, la suficiente como para saber que las gallinas no deben empollar cerca de la casa y que es mejor el ladrillo cocido y chapas antes que el barro, aunque cueste más. Pero no le explicaré por qué, porque no viene al caso, y seguiré relato adelante.
Uno dos meses después del desenlace, volví a la casa del amigo. Después del pésame, que son esas palabras que salen del corazón, pero siempre surgen iguales, salimos a caminar cerca de su casa, desandando los senderos de las cabras propias y las vacas ajenas, porque no Lalo no tenía ni una.
Entonces me contó que la Dina, “la Finada”, como la nombraba desde que murió, quizás para no poner nuevamente el nombre en su boca, por respeto, sentía un especial cariño por Lorenzo. De hecho, cuando estuvo en Buenos Aires y lo habló por teléfono, con uno de esos aparatos inmensos como ladrillos que le habían dejado los hijos de regalo, no le preguntó por nadie del pago, solamente le pidió que cuidara muy bien del loro.
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El bicho se dio cuenta de que ella no iba a estar nunca más y se enfermó, andaba caído, no comía, había dejado de ser ese animalito inquieto que, de pronto y sin saber cómo se bajaba del aro y caminaba entre la gente, mientras el mate pasaba de mano en mano. Ahora no se bajaba del aro, las plumas se le alborotaron, no pedía la papa ni gritaba alegre cuando llegaban visitas.
Unos días antes de que yo llegara, Lalo se acercó llevándole papilla y con sus últimas fuerzas Lorenzo repitió: “Pica, pica tu caballito moro, que no te cornie el toro”. Y al rato se murió.
Con lágrimas en los ojos me dijo que ese verso se lo había enseñado la Finada. Cuando murió era como estar oyéndola a ella en el patio, escoba en la mano, pañuelo en la cabeza y su batón floreado.
—He sentido que, en ese momento, recién se iba del todo y me agarró una pena que no me deja respirar— me avisó. Lo consolé como pude, mientras pensaba: “Tal vez en casa, cuando no se sienta más el tableteo de la computadora espantando las madrugadas, quizás sepan que mi ausencia es de verdad y para siempre”.
De vez en cuando regreso a lo de Lalo. Está más viejo, la pena se le ha hecho callo en las tripas, pero no busca nueva compañera. Toma el yerbero con los mismos gestos y repitiendo la ceremonia del mate con la tranquilidad de ella.
En esos momentos pienso en un mundo que se está yendo para siempre y me quiere correr una agüita por los ojos.
Qué sabrá ser, ¿no?
©Juan Manuel Aragón
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